En medio de la tortura y el tormento vi…

24 Feb 2024

Por Li Hua, China

Un día de septiembre de 2017, fui a casa de la hermana Fang Ming a una reunión. En cuanto llamé a la puerta, esta se abrió y una mano me atrajo de pronto al interior de la casa. Estaba aterrorizada y, cuando entré en razón, me di cuenta de que eran policías vestidos de civil y que Fang Ming ya había sido arrestada. Después me llevaron a la “Base de Formación Legal”, que era un centro de lavado de cerebro para cristianos. Allí vi a varios hermanos y hermanas que habían sido detenidos. Una hermana me dijo que la policía había incautado más de 30000 yuanes del dinero de la iglesia, cuatro computadoras portátiles y 210000 yuanes suyos y de otras dos hermanas. Me enfadé mucho cuando escuché esto, porque el gran dragón rojo estaba arrestando a cristianos frenéticamente y apoderándose del dinero de la iglesia. ¡Era verdaderamente malvado! En silencio me juré a mí misma que me apoyaría en Dios para mantenerme firme en mi testimonio, ¡y que nunca llegaría a un arreglo con Satanás!

En el centro de lavado de cerebro, la policía nos puso en habitaciones separadas y se nos asignó un guardia a cada uno para vigilarnos las 24 horas del día. Todo lo que comíamos, cuándo dormíamos e incluso cuándo íbamos al baño estaban bajo su control. También contrataron a algunas personas para hacer guardia fuera de las habitaciones. Todos los días, desde las siete de la mañana, ponían telenovelas a todo volumen hasta las once o doce de la noche y luego encendían la radio para poner radionovelas y cosas por el estilo hasta las tres o cuatro de la mañana. Durante este período, la policía venía a interrogarme de vez en cuando sobre mi creencia en Dios. Me amenazaban e intimidaban cuando veían que no decía nada. Incluso nos reunían y nos predicaban ideas ateas. El propósito era hacer que negáramos a Dios y lo traicionáramos. Escuchar esas palabras me provocaba náuseas.

Nos lavaron el cerebro por la fuerza durante más de 20 días. Yo no podía comer ni dormir bien todos los días y siempre estaba tensa. Más tarde, la policía encontró información de mi identidad, recuperó los registros de llamadas de mi teléfono celular y empezó a interrogarme. Una mañana, la policía sacó fotos de algunas hermanas y me preguntó: “¿Las conoces?”. Vi que todas estas hermanas estaban a cargo de cuidar el dinero de la iglesia. Nunca las traicionaría, así que dije: “No las reconozco”. Un agente de policía se acercó apresuradamente y me abofeteó violentamente dos veces, y luego me dio más de una docena de puñetazos en el mismo sitio en el brazo derecho. Me dolía tanto que parecía que tenía el brazo roto. El policía rechinaba los dientes mientras me golpeaba y preguntaba: “¿No las conoces? Estuviste en contacto con ellas hace medio año. ¿Creías que no lo sabíamos? Si no nos dices lo que sabes, te romperé el brazo”. Luego me hizo ponerme en cuclillas y extender los brazos hacia delante. El brazo derecho me dolía tanto que no podía levantarlo en absoluto. Me golpeó los brazos y las piernas con una raqueta de bádminton, así como la boca y la barbilla, hasta que se me adormecieron los labios y la barbilla. Después de estar en cuclillas durante más de diez minutos, me preguntaron si conocía a un hermano. Quedé impactada. Seguramente habían encontrado su nombre en mis registros de llamadas. Si no se lo decía, no podía imaginar siquiera qué tormento vendría después, pero no importaba qué pasara, no podía convertirme en una judas y traicionar a mi hermano. Dije tranquilamente: “No lo conozco”. Entonces, tres policías me rodearon, me agarraron del cuello de la blusa y me empujaron de un lado a otro entre ellos hasta que me mareé y me tambaleé. Estaba un poco asustada, y pensaba: “Con mi cuerpo menudo, si esta tortura continúa, ¿seré capaz de soportarla?”. Recé una y otra vez en mi corazón, pidiéndole a Dios que me protegiera. Pensé en Daniel. Cuando lo arrojaron al foso de los leones, oró a Dios, y Él selló la boca de los leones, así que estos no lo mordieron. Vi que todo está en manos de Dios, de manera que, sin Su permiso, la policía no podía hacerme nada. Ante estas reflexiones, me sentí menos nerviosa y asustada. Me empujaron y arrastraron durante más de 20 minutos, después de lo cual el capitán de policía dijo de repente: “Todavía tengo cosas que hacer. ¡Me encargaré de ti mañana!”. Después de eso, se alejó rápidamente. Imaginé cómo me torturaría la policía al día siguiente si no se lo decía. ¿Sería capaz de soportarlo? Al pensar en esto, me sentía muy nerviosa y asustada, así que seguí orando a Dios. Tuve estos pensamientos hasta el amanecer. Estaba mareada, notaba una opresión en el pecho y me costaba respirar. La persona que me vigilaba estaba tan asustada que llamó al instructor principal y al médico del centro de lavado de cerebro. Cuando me tomaron la presión arterial, la más baja fue de 110 mmHg y la más alta de 180 mmHg. El instructor principal tenía miedo de que yo muriera en el centro y la responsabilidad recayera sobre él, así que me llevó de urgencia al hospital. El médico dijo que tenía una enfermedad coronaria y necesitaba recuperarme; luego me puso un goteo intravenoso y oxígeno. Después de escuchar lo que dijo el médico, la policía vio que no moriría enseguida, por lo que inmediatamente le pidieron a la enfermera que me quitara el oxígeno y la vía intravenosa, y luego me llevaron de regreso al centro de lavado de cerebro.

Después de volver allí, mi tensión se mantuvo muy alta y no bajaba. También estaba extremadamente mareada y ni siquiera podía caminar sin tener que apoyarme en la pared. Pero a la policía no le importaba mi vida en absoluto. Durante el día, me obligaban a ver la televisión. Todo el tiempo se transmitía el XIX Congreso Nacional del Partido Comunista de China, y por la noche encendían la radio hasta las tres o cuatro de la mañana. Me torturaron tanto que mi cuerpo empeoraba cada vez más. A menudo, sentía una opresión en el pecho y me costaba respirar. Cada vez que recaía, me hacían tomar siete u ocho pastillas de emergencia para el corazón, solo para evitar que muriera en el acto. La policía también venía a menudo a amenazarme, me pedía que traicionara a mis hermanos y hermanas, y me obligaba a decirles dónde estaba el dinero de la iglesia. Este tipo de interrogatorio y tortura continuos me ponían extremadamente nerviosa y mi salud se deterioraba cada vez más. Toda la parte superior de mi cuerpo estaba hinchada y dolorida, y parecía que mis órganos internos estaban a punto de desencajarse con el más mínimo movimiento. Todos los días tenía que mantener los brazos apretados abrazando mi pecho y tenía que dar cada paso con cuidado. Cuando dormía, ni acostarme ni sentarme me funcionaba. Intentaba lo uno, luego lo otro, una y otra vez, hasta que no me quedaba energía y me desmayaba por unos momentos. Con el paso del tiempo, mi corazón se debilitó mucho y sentí que quizás realmente no sería capaz de soportarlo. Seguí orando, pidiéndole a Dios que me diera fe.

Un día, recordé un himno, “Seguir a Cristo está ordenado por Dios”: “Dios ha ordenado que sigamos a Cristo y pasemos por pruebas y tribulaciones. Si verdaderamente amamos a Dios, debemos someternos a Su soberanía y arreglos. Pasar por pruebas y tribulaciones es ser bendecido por Dios, y Él dice que cuanto más escarpada sea la senda por la que caminamos, más se puede demostrar nuestro amor. La senda por la que caminamos hoy fue predestinada por Dios. Seguir al Cristo de los últimos días es la mayor bendición de todas” (Seguir al Cordero y cantar nuevos cánticos). Mientras cantaba esta canción una y otra vez en mi cabeza, comprendí que el tipo de ambiente que cada persona enfrenta al creer en Dios, el tipo de estado de ánimo que experimenta y cuánto sufrimiento soporta fue predeterminado por Dios hace mucho tiempo. Tenía que someterme y apoyarme en Dios para experimentarlo. Mientras cantaba, adquirí cierta fe.

Más tarde, el instructor principal me hizo leer libros y ver videos que blasfemaban contra Dios y difamaban a la Iglesia de Dios Todopoderoso, y trajo a personas para que me dieran clases para lavarme el cerebro. En aquellos días, me lavaban el cerebro durante el día, y la televisión y la radio me aporreaban los oídos con el ruido por la noche. Además, me preocupaba que la policía pudiera venir a interrogarme en cualquier momento, por lo que estaba muy nerviosa. Los episodios de opresión y dolor en el pecho se volvieron más frecuentes. Unos días después, el instructor principal me pidió que escribiera una carta en la que prometía que no seguiría creyendo en Dios. Me negué a escribirla y dijo: “Tan enferma como estás y sigues resistiéndote. ¿Para qué te molesto? Escribiré un borrador para ti y puedes limitarte a copiarlo. Las palabras no serán lo que dijiste o lo que piensas realmente. Después, daré buenas referencias de ti y haré que te liberen. Esto es engañar al sistema, ¿entiendes? Te ayudaré porque pareces una persona decente. Ahora, solo cópialo y luego vete a casa y ve a un médico”. Pensé que lo que decía tenía sentido. Solo estaría actuando por inercia, sin traicionar a Dios en mi corazón, así que le dije: “Déjame volver y pensarlo”. De vuelta en mi habitación, seguí dándole vueltas en la cabeza: “He oído antes que la policía les da a los hermanos y hermanas inyecciones y drogas que inducen la esquizofrenia. Esta es la clase de método despreciable que utilizan para hacernos traicionar a nuestros hermanos y hermanas y entregar el dinero de la iglesia. La mayoría de las personas con las que yo tenía contacto eran líderes y colaboradores, así como algunos hermanos y hermanas que guardaban el dinero de la iglesia. Si un día la policía me inyectaba medicinas que inducen la esquizofrenia o me drogaba y perdía la consciencia y los traicionaba, dañaría gravemente los intereses de la iglesia. Eso sería cometer un gran mal y sin duda sería castigada en el futuro. Si escribía la carta, podría irme antes y no traicionaría a mis hermanos y hermanas. Sin embargo, estaría traicionando a Dios y negándolo; entonces, ¿qué sentido tendría vivir después de aquello? No, no puedo permitirme escribir esta carta”. Al día siguiente, el instructor principal se enfadó cuando vio que yo no había escrito la carta y gritó: “El Gobierno ha ordenado que los creyentes en Dios Todopoderoso como tú tienen que escribir y firmar la carta para poder ser liberados. No importa lo enferma que estés, debes seguir las regulaciones del Gobierno, ¡así que date prisa y escríbela!”. Llamó a tres guardias para que entraran y ayudaran a persuadirme y dijo: “No podrás irte a menos que firmes la carta. El Gobierno ha gastado mucho dinero para reeducarlos a todos ustedes e incluso diseñó clases especiales. Nosotros aceptamos el dinero del Gobierno y tenemos que hacer lo que este nos paga por hacer, así que si no firmas, te torturaremos todos los días hasta que lo hagas”. Su intimidación y asedio me pusieron muy nerviosa y no podía soportar el dolor opresivo en el pecho. Aunque oré en mi corazón, solo estaba haciéndolo por inercia; no era sincera. En realidad, no quería sufrir más y no tenía fe en Dios. Me preocupaba constantemente que la policía pusiera drogas en mis comidas. ¿Qué pasaría si perdía el control de mi mente y traicionaba a mis hermanos y hermanas? Mi castigo sería aún más severo en el futuro, así que bien podría escribir y firmar la carta. En cuanto pensé en esto, acepté el acuerdo y firmé la carta. De repente, sentí como si mi corazón se hubiera vaciado y la oscuridad descendió sobre mi mente. Me sentí muy intranquila y aterrorizada. Me di cuenta de que al firmar las “Tres cartas”, quedé sellada con la marca de la bestia. Era una judas que había traicionado a Dios y había ofendido Su carácter. Sentía un profundo remordimiento y me odiaba a mí misma, con la sensación de que no merecía vivir. Mientras mi guardia estaba dormido, me tragué las 15 o 16 pastillas antihipertensivas que me quedaban. Unas horas después, me sentía mareada, así que oré a Dios con lágrimas en los ojos mientras yacía tumbada en la cama: “¡Dios! He firmado las ‘Tres cartas’. Te he traicionado y he humillado Tu nombre. ¡No merezco vivir, Dios! Si tengo otra vida, aún quiero creer en Ti y seguirte…”. Sin darme cuenta, me quedé dormida. A la mañana siguiente, oí de pronto el silbato para despertarnos. Abrí los ojos y me pellizqué un par de veces. Resultó que no estaba muerta. Me odiaba a mí misma. ¿Por qué no estaba muerta? Fue entonces cuando recordé un himno de la palabra de Dios titulado “Lo que Dios perfecciona es la fe”: “En la obra de los últimos días se nos exige la mayor fe y el amor más grande. Podemos tropezar por el más ligero descuido, pues esta etapa de la obra es diferente de todas las anteriores. Lo que Dios está perfeccionando es la fe de la humanidad, que es tanto invisible como intangible. Lo que Dios hace es convertir las palabras en fe, amor y vida. Las personas deben llegar a un punto en el que hayan soportado centenares de refinamientos y en el que tengan una fe mayor que la de Job. Deben soportar un sufrimiento increíble y todo tipo de torturas sin dejar jamás a Dios. Cuando son obedientes hasta la muerte y tienen una gran fe en Dios, entonces esta etapa de la obra de Dios está completa(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. La senda… (8)). La palabra de Dios hizo que surgiera en mí una oleada de sentimientos complicados y empezaron a brotarme las lágrimas. Lloré y oré a Dios: “¡Dios mío! Me has protegido. Sé que esta es una muestra de Tu misericordia hacia mí; mientras pueda seguir sirviéndote, estoy lista para seguir viviendo. Aunque muera después de mi servicio, no me quejaré”.

Aunque ya no quería morir, todavía me encontraba muy deprimida. A lo largo de esos pocos días, me apoyé débilmente en la cabecera, cerré los ojos y me senté, aturdida e inmóvil. Sentía que el mundo entero no tenía nada que ver conmigo. Un día, cuando fui al baño, Fang Ming, que también había sido arrestada, me arrojó una bola de papel higiénico. Yo la abrí mientras mi guardia no estaba allí. La nota escrita en él decía: “Hermana, no te desalientes ni malinterpretes a Dios. Escribí un himno de la palabra de Dios para que lo leas”. Lloré mientras lo leía:

Dios aprecia a la gente con convicción

1 Para seguir al Dios práctico, debemos tener esta determinación: por muy grandes que sean los entornos en los que nos encontremos, sean cuales sean las dificultades a las que nos enfrentemos, y por muy débiles o negativos que seamos, no podemos perder la fe en nuestra transformación del carácter ni en las palabras que Dios ha pronunciado. Él ha hecho una promesa a la humanidad, y esto requiere que las personas tengan determinación, fe y perseverancia para resistirlo. A Dios no le gustan los cobardes, sino las personas con determinación. Incluso si has mostrado mucha corrupción, si has tomado la senda equivocada muchas veces, o cometido muchas transgresiones, si te has quejado de Dios o si, desde la religión, te has resistido a Él o has blasfemado contra Él en el corazón, etcétera, Dios no se fija en nada de eso. Él solo observa si alguien persigue la verdad y si algún día puede cambiar.

2 Dios entiende a cada uno de la manera que una madre entiende a su hijo. Entiende las dificultades de cada persona, sus debilidades y sus necesidades. Incluso más que eso, Dios entiende las dificultades, las debilidades y los fracasos a los que la gente se enfrentará al entrar en el proceso de transformar el carácter. Estas son las cosas que Dios entiende mejor. Esto significa que Él examina las profundidades del corazón de las personas. Por muy débil que seas, mientras no renuncies al nombre de Dios ni lo abandones a Él ni este camino, siempre tendrás la oportunidad de transformar el carácter. Si dispones de esta oportunidad, entonces tendrás esperanza de sobrevivir y, por tanto, de que Dios te salve.

La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. La senda de práctica para la transformación del carácter

Las palabras de Dios me tranquilizaron mucho; animaron y consolaron a mi corazón. Lloré amargamente y canté el himno en mi cabeza varias veces. Había hecho algo que lastimó a Dios, pero Él no solo no me castigó, sino que había movido a mi hermana a copiar la palabra de Dios para apoyarme cuando estaba en mis momentos de mayor sufrimiento y desesperanza. Caminé hasta la esquina del balcón y caí al suelo mientras lloraba y oraba a Dios: “¡Dios! Firmé las ‘Tres cartas’ y te traicioné. Soy indigna de Tu misericordia hacia mí. No tengo palabras para expresar Tu amor y salvación por mí. ¡Dios! Deseo arrepentirme ante Ti. Por favor, guíame”.

Más adelante, la policía me soltó porque no pudo obtener nada de mí con sus interrogatorios. Cuando me liberaron, me advirtieron que ya no creyera en Dios y le ordenaron a mi esposo que me vigilara las 24 horas del día. Después de volver a casa, el Gobierno municipal le pidió al comité del pueblo que informara a este que yo había sido presa política por creer en Dios y que le pidiera que me vigilara. Dondequiera que iba, la gente me miraba y tuve que soportar que me señalaran con el dedo, miradas extrañas, sarcasmo, ridiculización, abuso y todo tipo de cosas desagradables. Mi esposo solía apoyar mi creencia en Dios, pero después de mi liberación, me perseguía y con frecuencia me reprendía sin motivo. Mi hijo no podía soportar las burlas e insultos de los habitantes del pueblo, así que me trataba como a una enemiga y me ignoraba. Todo esto me disgustaba mucho. Especialmente cuando recordaba que había firmado las “Tres cartas” bajo la persecución del gran dragón rojo y, en consecuencia, había cometido un pecado grave ante Dios, sentía que, indudablemente, Dios no me salvaría y que mis hermanos y hermanas me menospreciarían. Sentía que había caído en un pozo sin fondo y pasaba todos los días como un muerto viviente. Vivía en un estado de dolor y tormento extremos y sentía como si mis ojos estuvieran anegados de lágrimas todos los días. Durante ese tiempo, no podía leer las palabras de Dios y no me atrevía a contactar a mis hermanos y hermanas, así que a menudo acudía ante Dios a orar, pidiéndole que me guiara para entender Su voluntad.

Después de eso, encontré la oportunidad de ir a casa de mi madre. Ella habló conmigo; me dijo que no malinterpretara a Dios, que tenía que aprender una lección en situaciones como estas. También me dio a hurtadillas una copia de la palabra de Dios para que me la llevara a casa. Un día, leí en la palabra de Dios: “La mayoría de la gente ha transgredido y se ha mancillado de determinadas maneras. Por ejemplo, algunas personas se han resistido a Dios y han dicho cosas blasfemas; otras han rechazado la comisión de Dios y no han cumplido con su deber, y Dios las ha despreciado; algunas personas han traicionado a Dios cuando se han enfrentado a las tentaciones; algunas lo han traicionado firmando las ‘Tres cartas’ cuando estaban arrestadas; algunas han robado ofrendas; otros han despilfarrado las ofrendas; algunos han perturbado a menudo la vida de iglesia y han causado daño al pueblo escogido de Dios; algunos han formado camarillas y han maltratado a otros, dejando la iglesia hecha un desastre; algunos han difundido a menudo nociones y muerte, perjudicando a los hermanos y hermanas; y otros se han dedicado a la fornicación y la promiscuidad, y han sido una terrible influencia. Baste decir que todos tienen sus transgresiones y manchas. Sin embargo, algunas personas son capaces de aceptar la verdad y arrepentirse, mientras que otras no pueden y morirían antes de arrepentirse. Por tanto, se debe tratar a las personas de acuerdo con su esencia naturaleza y con la consistencia de su comportamiento. Los que son capaces de arrepentirse son aquellos que creen realmente en Dios; pero en cuanto a los que no se arrepienten de veras, a aquellos que deben ser apartados y expulsados, eso precisamente es lo que va a sucederles(La Palabra, Vol. III. Discursos de Cristo de los últimos días. Tercera parte). “Todas las personas que se hayan sometido a la conquista de las palabras de Dios tendrán suficiente oportunidad de salvación. La salvación de Dios de cada una de estas personas les mostrará Su máxima indulgencia. En otras palabras, se les mostrará la máxima tolerancia. Siempre que las personas regresen de la senda equivocada y siempre que se puedan arrepentir, Dios les dará oportunidades de obtener Su salvación(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Debes dejar de lado las bendiciones del estatus y entender la voluntad de Dios para traer la salvación al hombre). Después de leer la palabra de Dios, me sentí especialmente conmovida. Me arrodillé en el suelo y oré a Dios con lágrimas amargas en los ojos. Vi que el carácter justo de Dios no solo contiene majestad e ira, sino también misericordia y tolerancia hacia las personas. Dios es justo y no determina el resultado de las personas basándose en sus transgresiones temporales, sino, más bien, con base en los motivos y antecedentes de sus acciones, las consecuencias de sus acciones, en si realmente se arrepienten y en su actitud hacia la verdad. Dios detesta y desprecia la traición de las personas, pero también las salva en la mayor medida posible. Si alguien solo traiciona a Dios en un momento de debilidad, no lo ha negado ni traicionado de corazón y está dispuesto a arrepentirse, entonces Dios es misericordioso y le da otra oportunidad. Al percatarme de esto, me sentí aún más en deuda con Dios y aún más arrepentida. Le hice un juramento a Dios de que, me quisiera o no, lo seguiría, buscaría firmemente la verdad y también un cambio de carácter. Aunque no hubiera un buen final para mí en el futuro, no me arrepentiría.

Después de eso, seguí preguntándome por qué firmé las “Tres cartas” y traicioné a Dios cuando fui arrestada y perseguida por el PCCh. Pensé en cómo había querido mantenerme firme en mi testimonio cuando me detuvieron por primera vez, pero a medida que la policía me intimidó y amenazó cada vez con más dureza y mi enfermedad se agravó, perdí la fe y me sometí por completo a la cobardía y al miedo. Me aterrorizaba que si la policía me inyectaba un medicamento que inducía la esquizofrenia o me daba drogas psicoactivas, y luego yo traicionaba inconscientemente a mis hermanos y hermanas, mi castigo sería aún más severo más tarde, así que pensé que era mejor firmar las “Tres cartas”. Creía que mientras no se dañaran los intereses de la iglesia, el castigo que recibiría en el futuro sería más leve. Así pues, para proteger mis propios intereses, firmé las cartas y traicioné a Dios. En realidad, Dios había permitido que el gran dragón rojo me persiguiera para perfeccionar mi fe, para que pudiera vivir según las palabras de Dios y derrotar a Satanás. Pero no busqué en absoluto la voluntad de Dios ni sopesé qué debía hacer para mantenerme firme y satisfacer a Dios. En lo único en lo que pensaba era en mi propio final y destino. ¡Vi cuán egoísta y despreciable era! Además, siempre había pensado que, independientemente de las circunstancias, si alguien traicionaba a Dios, su final sería el mismo que el de Judas y que, sin duda, sería castigado. Pero estas eran totalmente nociones e imaginaciones mías. Dios es justo y escudriña las profundidades del corazón de las personas. Él observa cada una de mis palabras y acciones. Si traicionara a mis hermanos y hermanas para proteger mis propios intereses y, por lo tanto, me convirtiera en cómplice y secuaz del gran dragón rojo, definitivamente terminaría como Judas y sería castigada, pero si fuera drogada por la policía a la fuerza y traicionara a Dios cuando no tuviera control de mí misma, entonces Dios me trataría diferente, de acuerdo con la situación y el contexto. Pero yo no conocía el carácter justo de Dios ni conocía Sus criterios para determinar el fin de las personas. Vivía atrapada en mis propias nociones e imaginaciones, caí en el engaño de Satanás y cometí una transgresión grave. Sin embargo, aun así, Dios me dio la oportunidad de arrepentirme. Esta fue Su misericordia para conmigo.

Más adelante, leí otro pasaje de la palabra de Dios: “Independientemente de lo ‘poderoso’, lo audaz y ambicioso que sea Satanás, de lo grande que sea su capacidad de infligir daño, del amplio espectro de las técnicas con las que corrompe y atrae al hombre, lo ingeniosos que sean los trucos y las artimañas con las que intimida al hombre y de lo cambiante que sea la forma en la que existe, nunca ha sido capaz de crear una simple cosa viva ni de establecer leyes o normas para la existencia de todas las cosas, ni de gobernar y controlar ningún objeto, animado o inanimado. En el cosmos y el firmamento no existe una sola persona u objeto que hayan nacido de él, o que existan por él; no hay una sola persona u objeto gobernados o controlados por él. Por el contrario, no sólo tiene que vivir bajo el dominio de Dios, sino que, además, debe obedecer todas Sus órdenes y Sus mandatos. Sin el permiso de Dios, le resulta difícil incluso tocar una gota de agua o un grano de arena sobre la tierra; ni siquiera es libre para mover a las hormigas sobre la tierra, y mucho menos a la humanidad creada por Dios(La Palabra, Vol. II. Sobre conocer a Dios. Dios mismo, el único I). A través de las palabras de Dios, me di cuenta de que Él tiene la última palabra en todo en el universo. No importa cuán insidioso o desenfrenado pueda ser el PCCh, es un peón en manos de Dios. Es un hacedor de servicio que Dios usa como herramienta para perfeccionar a Su pueblo elegido. Pero yo no conocía la autoridad de Dios y siempre me preocupaba que la policía me administrase inyecciones y drogas para provocarme esquizofrenia, y que si traicionaba a mis hermanos y hermanas cuando no estuviera completamente consciente, los intereses de la iglesia pudieran verse gravemente afectados. Sin embargo, el que la policía me diera esas drogas y el que yo perdiera mi autocontrol estaba en manos de Dios. Sin Su permiso, la policía no podía hacerme nada. Vi que cuando me ocurrieron cosas, en verdad no tuve fe en Dios, no logré percibir los trucos de Satanás y mi estatura era lastimosamente pequeña. Cuando me di cuenta de esto, mi remordimiento se hizo más profundo. Creí en Dios durante muchos años y disfruté del riego y la provisión de gran parte de la palabra de Dios, pero en realidad no sabía mucho acerca de Él. Incluso firmé las “Tres cartas” y traicioné a Dios. Ante este pensamiento, me sentí aún más en deuda con Dios, así que oré: “¡Dios! Si todavía hay una oportunidad, estoy dispuesta a pasar por otra detención; quiero abandonar mi cuerpo, humillar al gran dragón rojo y expiar mis pecados”.

Un día de octubre de 2018, siete policías vestidos de civil irrumpieron repentinamente en mi casa y me detuvieron. Sabía que esto era Dios que me daba la oportunidad de arrepentirme. No importaba si la policía me mataba a golpes o me mandaba a la cárcel; esta vez tenía que apoyarme en Dios para mantenerme firme. La policía me llevó a la sala de interrogatorios, me esposó a un banco del tigre, me agarró del pelo y me abofeteó la cara una docena de veces. El dolor abrasador de los golpes era como punzadas y se me hinchó la cara de inmediato. Un policía me preguntó si conocía a fulano de tal. Dije que no. Se puso furioso, corrió hacia mí y empezó a abofetearme con fuerza. Luego, otro policía me pidió que confirmara el nombre del líder, pero no respondí. Me sujetó la oreja con rabia, me pellizcó el borde con las uñas poco a poco y me presionó para que respondiera mientras seguía pellizcándome. Yo continué negando con la cabeza y no dije nada. Él estaba tan furioso que encontró un puñado de clips de metal y luego dijo con una sonrisa siniestra: “¡Si no hablas, sufrirás!”. Me puso clips de metal en el borde de las orejas. Cada vez que los clips me pellizcaban, el dolor parecía atravesar mi corazón, mi cara seguía contrayéndose con espasmos y parecía que toda mi cabeza se estaba asando en un horno. Cerré los ojos y apreté los dientes y, mientras mi cuerpo se estremecía involuntariamente, oré una y otra vez en mi corazón, pidiéndole a Dios que me diera la determinación de sufrir. Recordé las palabras de Dios: “La fe es como un puente de un solo tronco: aquellos que se aferran miserablemente a la vida tendrán dificultades para cruzarlo, pero aquellos que están dispuestos a sacrificarse pueden pasar con paso seguro y sin preocupación. Si el hombre alberga pensamientos asustadizos y de temor es porque Satanás lo ha timado por miedo a que crucemos el puente de la fe para entrar en Dios(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 6). Me di cuenta de que la policía me estaba torturando de esa manera porque querían que traicionara a Dios y también a mis hermanos y hermanas. No podía defraudar a Dios. Tenía que apoyarme en Él para mantenerme firme. Tras unos minutos, el policía quitó los clips y sacó otra foto de una hermana para que la identificara. Yo dije: “No la conozco”. El policía tiró de mi mano con ira hacia el frente y me jaló con fuerza los dedos hacia arriba. Lancé un grito de dolor e instintivamente cerré la mano, pero él estiró cada uno de mis dedos y tiró de ellos hacia arriba. Sentí como si me estuviera rompiendo los dedos y el dolor era tan intenso que estuve a punto de quebrarme. Cuando vieron que yo seguía sin hablar, los dos policías me abrieron las esposas, me retorcieron las manos detrás de la espalda, las metieron por el agujero que se encontraba en la parte inferior del respaldo del banco del tigre, me esposaron de nuevo y luego presionaron las esposas hacia abajo con fuerza. Sentí como si me estuvieran arrancando las manos y los brazos y grité de dolor. Me sentía muy débil en mi corazón, así que oré a Dios con lágrimas en los ojos, pidiéndole que me diera fe y la determinación de sufrir. En ese momento, recordé un himno de la palabra de Dios: “Dios Todopoderoso, la Cabeza de todas las cosas, ejerce Su poder real desde Su trono. Él gobierna sobre el universo y sobre todas las cosas y nos está guiando en toda la tierra. Estaremos cerca de Él en todo momento, y vendremos delante de Él en quietud; sin perder nunca ni un solo momento, y con lecciones que aprender en cada instante(La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Declaraciones de Cristo en el principio, Capítulo 6). La palabra de Dios me dio el esclarecimiento que necesitaba y, de repente, sentí el corazón más luminoso. Dios Todopoderoso es el gran Rey del universo, y Él tiene la última palabra en todo en el universo. Mi vida y mi muerte también estaban en manos de Dios. Si Él no lo permitía, la policía no podía hacerme nada. Estos demonios tenían permiso de Dios para torturarme así, porque Dios quería perfeccionar mi fe. También recordé que previamente había firmado las “Tres cartas” y traicionado a Dios bajo la persecución del gran dragón rojo, pero Dios no me descartó por mi transgresión y usó Sus palabras para proveerme y consolarme. Esta vez no podía volver a decepcionar a Dios. Tenía que mantenerme firme, humillar a Satanás y reconfortar a Dios. Apretaron las esposas cuatro veces seguidas, después de lo cual me sentía mareada, temblaba y se me retorcía todo el cuerpo y sentía que estaba a punto de morir. Luego, los policías me arrojaron agua mineral en la cara, me abrieron de un tirón el cuello de la blusa y vertieron agua fría en ella. Estaba cubierta de sudor y tan conmocionada por el agua fría que todo mi cuerpo temblaba y tiritaba. Un rato después, los policías apagaron las luces, encendieron dos linternas, apuntaron los potentes haces de luz hacia mi rostro y me ordenaron que mantuviera los ojos abiertos y no me moviera. Oré a Dios en mi corazón y le pedí que me impidiera traicionar a mis hermanos y hermanas o a Él.

En ese momento, recordé un himno, “Estoy decidido a amar a Dios”:

1 ¡Oh, Dios! He visto que Tu justicia y santidad son muy hermosas. Estoy decidido a buscar la verdad y mi determinación es amarte. Abre mis ojos espirituales, y que Tu Espíritu conmueva mi corazón. Haz que, cuando venga ante Ti, me deshaga de todo lo que es negativo, que deje de estar limitado por cualquier persona, cuestión o cosa y que ponga al descubierto completamente mi corazón delante de Ti y haz que pueda ofrecer todo mi ser delante de Ti. Como sea que me pruebes, estoy listo. Ahora bien, no les presto ninguna atención a mis perspectivas de futuro ni estoy bajo el yugo de la muerte. Con un corazón que te ama, deseo buscar el camino de la vida.

2 Todas las cosas, todo está en Tus manos; mi destino y mi propia vida están en Tus manos. Ahora, busco amarte e, independientemente de si me dejas amarte, de cómo perturbe Satanás, estoy decidido a amarte. Yo mismo estoy dispuesto a buscar a Dios y a seguirlo. Ahora, aunque Dios quiera abandonarme, yo no dejaré de seguirlo. Tanto si Él me quiere como si no, yo seguiré amándolo, y al final debo ganarlo. Yo le ofrezco mi corazón a Dios, e independientemente de lo que Él haga, lo seguiré durante toda mi vida. Pase lo que pase, debo amar a Dios y ganarlo; no descansaré hasta que lo haya ganado.

La Palabra, Vol. I. La aparición y obra de Dios. Acerca de la práctica de la oración

Mientras tarareaba este himno una y otra vez mentalmente, recordé el martirio de los santos de todas las épocas pasadas. Esteban fue apedreado a muerte, Santiago fue decapitado, Pedro fue crucificado cabeza abajo por Dios… Todos sacrificaron sus vidas para dar testimonio de Dios, pero yo sentía que no podía soportar más después de un poco de sufrimiento. Vi que tenía muy poca fe y me hice un juramento en silencio: no importaba cómo me torturase la policía, nunca traicionaría a Dios y tampoco a mis hermanos y hermanas. Los fuertes haces de luz de las dos linternas estaban frente a mí, pero milagrosamente yo no me sentía deslumbrada en absoluto. Era como si estuviera mirando la luz de dos velas. Me puse eufórica y se lo agradecí a Dios en mi corazón. Sabía que todo esto era el cuidado y la protección de Dios. Más tarde, un agente de policía dijo: “En el caso de los hijos e hijas de las personas como tú que creen en Dios Todopoderoso, no pueden alistarse en el ejército ni trabajar en el servicio público”. También dijo que publicaría mi foto en Internet y difundiría rumores de que había traicionado a la iglesia para que todos los hermanos y hermanas me rechazaran. Yo sabía que este solo era uno de sus trucos y no me sometí.

Como a las dos de la tarde del día siguiente, entró un policía. Intentó engañarme. Dijo: “Si no quieres decirnos nada ahora mismo, está bien. Si escribes una carta renunciando a tu fe en Dios, te dejaremos ir a casa y nunca más te molestaremos. Tengo la autoridad para prometerte eso”. Siguió presionándome para que la escribiera, pero me negué. Se me fue encima y me abofeteó siete u ocho veces en un ataque de ira y luego otro agente también se acercó y me pateó brutalmente el hueso de la pantorrilla, haciendo que un dolor punzante atravesara mi cuerpo. Estaba esposada por la espalda y él me empujó la espalda con una mano con tanta fuerza que mi cabeza tocó la placa de metal unida al frente del banco del tigre mientras levantaba mis esposas tan fuerte como podía con la otra mano. Sentí como si me estuvieran arrancando de los huesos la carne de las muñecas. Grité de dolor. En ese momento, el policía que me estaba interrogando también se acercó, me pateó la pantorrilla y gritó: “¿Quieres irte a casa o quieres a tu Dios? Solo puedes elegir uno. ¡Vamos, contesta!”. Yo no respondí. Empujaron mi espalda hacia delante lo más fuerte posible y volvieron a levantarme las esposas cuatro veces, y solo pararon cuando vieron que estaba empezando a tener espasmos. Me sentía mareada, tenía las dos manos entumecidas, comencé a sentir una opresión en el pecho, tenía espasmos por todo el cuerpo y empezaba a perder el conocimiento. Seguí orando en mi corazón, pidiéndole a Dios que me impidiera traicionar a mis hermanos, mis hermanas y a Dios. No importaba cómo me torturase la policía, me mantendría firme y humillaría al gran dragón rojo. La policía siguió presionándome, preguntándome si quería irme a casa o quería a Dios. Dije: “¡Nunca abandonaré a Dios!”. Uno de los agentes estaba tan enfadado que me miró y gritó: “¡Eres tan terca que has perdido la cabeza! ¡Eres un caso totalmente perdido!”. Al final, no pudieron sacarme nada, así que me enviaron al centro de detención y luego me liberaron tras 15 días de arresto. Sabía que fue la protección y la guía de Dios lo que me permitió mantenerme firme esta vez.

Después de volver a casa, la policía me vigiló más de cerca. La directora de la Federación de Mujeres del pueblo venía a menudo a mi casa para preguntarme por mi situación. Mi familia y vecinos también me vigilaban. La policía pasaba por mi casa casi todos los meses para ver si todavía creía en Dios. Recuerdo que, en un mes, la policía me visitó cuatro veces. En octubre de 2020, tres representantes del gobierno del municipio vinieron y dijeron: “Hemos estado vigilándote durante tres años. Hoy, estamos aquí para pedirte que escribas una carta donde jures que no crees en Dios, una carta de crítica y exposición, y una carta de desvinculación de la iglesia. Hazlo y eliminaremos tu nombre de la lista negra. Ya no te vigilaremos, podrás vivir libremente como una persona normal y el futuro de tu hijo no se verá afectado”. Cuando escuché esto, me enfadé mucho. Pensé: “¡Vaya que son despreciables! Intentan por todos los medios imaginables que traicione a Dios, ¡pero no me engañarán!”. Los rechacé en el acto. El secretario del comité del partido del distrito dijo: “Entonces, ¿por qué no la escribimos por ti? Puedes fingir que la transcribes y te tomaremos una foto para informar a nuestros superiores que el asunto se dio por finalizado. No queremos seguir viniendo aquí a molestarte”. Sus palabras hipócritas me dieron náuseas. Recordé que ya antes había caído en el engaño de Satanás para proteger mis propios intereses y había firmado las “Tres cartas” y traicionado a Dios. La marca de esa humillación quedó profundamente grabada en mi corazón. Pensé: “Aunque me vigilen durante el resto de mi vida, aunque me arresten y me sentencien, nunca volveré a traicionar a Dios”. Finalmente, vieron que yo estaba decidida y se fueron, desanimados.

Después de ser detenida dos veces, aunque fui torturada y sufrí mucho, gané mucho. Vi que era muy egoísta y despreciable y que no tenía auténtica fe en Dios. También obtuve una comprensión del carácter justo de Dios, que no solo es majestuoso e iracundo, sino también está repleto de gran misericordia y salvación para las personas. A lo largo de este viaje, experimenté el amor genuino de Dios por mí. Por esto, le estoy agradecida a Dios de todo corazón. No importa lo difícil y arduo que sea el camino por delante, ¡seguiré a Dios hasta el final!

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